Iván Jaime Uranga Favela
“Alegundo,
Alegundo, alla en la calle unos vagos le quieren pegar a Domingo”. Dijeron Esther y Herminia,
dos niñas del salón de clases de Domingo. Alegundo estuvo a punto de decirles y
yo porque tengo que ir a defenderlo, pero apreciaba mucho a su amigo y corrió del
salón de clases a la calle para ver cómo lo defendía.
Eran cuatro
amenazantes caradura los que tenían arrinconado a Domingo. Alegundo llegó muy sácale
punta y se metió entre la multitud de mirones y junto a Domingo, de manera
autoritaria dijo: “Todos a su casa aquí
no va haber pleito, porque Domingo le puede partir la madre a cualquiera de
estos cuatro.” El más fuerte y mal encarado contestó: “Haber que me la parta a mí.” Alegundo pensado que Domingo era más
débil que el caradura, dijo: “No aquí no
va haber pleito, todos a sus casas, se acabó el espectáculo.” Entonces a
Domingo le salió lo macho y dijo: “No, yo
si me echo un tiro con el Cabecha (así le decían al caradura por cabezón).” Qué
más podía decir Alegundo con ese tapa boca tan contundente.
Empezó el combate y
resulta que Domingo golpeaba fuerte y con puntería de Apache, unos cuantos
golpes y el Cabecha estaba sangrando de la nariz y de un pómulo, antes de que
reaccionará, Alegundo los separó y dirigiéndose a todos dijo: “Ya ven, se los dije, Domingo puede
partirles la madre a cualquiera de ustedes, así que a su casa, se acabó el
pleito.” La lección es que los bravucones suelen menospreciar a los
aparentemente débiles.
Los finales felices sin conocer los antecedentes
suelen ser muy subjetivos y dar la apariencia que todo es fácil en la vida.
Nada
más alejado de la verdadera realidad.
Domingo varias veces invitó a su casa a Alegundo para
estudiar antes de un examen y otras para hacer tareas en equipo. Al terminar,
salían a la calle a chutar un balón de fútbol. Cierto día cuando Alegundo se dirigía
a casa de Domingo, se percató que dos chamacos tenían a Domingo arrinconado en
el quicio de una puerta y lo estaban amenazando. Domingo era hijo único y no
sabía nada de pleitos por eso estaba atemorizado.
Alegundo tenía una larga historia en lo referente a
pleitos, para esa época había vivido en tres estados de la república y asistido
a 4 escuelas. El acoso violento que se da entre los niños obedece a conductas
aprendidas de los adultos y la baja autoestima. El extraño, el otro, el que es
desconocido en el barrio y en la escuela, sufre la intimidación, las bromas
pesadas y las agresiones de los que si se conocen y forman un núcleo social.
Cualquiera se siente con derecho a agredir al extraño, porque invariablemente
el núcleo social de los conocidos se apoya entre sí. El desconocido está solo
es el otro.
Dificultades que no te matan te fortalecen.
Esa experiencia tras de sí, permitió que Alegundo
hiciera uso de la psicología para intimidar a los bravucones que tenían a
Domingo arrinconado. Alegundo bien que sabía que la inteligencia se impone a la
violencia, si logras intimidar y no hay pleito, es el mejor de los escenarios. ¡Nunca
se sabe quien va ganar un pleito callejero!
Por eso el Piporro en el papel de maestro dijo: “Niños esta es mi primera lección: ¡No se
pelen en la calle, porque se ve muy fello!”
Intimidación es la fórmula, por eso Alegundo llegó con
gran agresividad empujando a los bravucones y con los puños bien tensos para
aplicarle un correctivo al primero que rezongara. El golpe psicológico, por lo
inesperado, surtió efecto y los bravucones se intimidaron. Los bravucones saben
muy bien distinguir el olor de la adrenalina del miedo y diferenciarla de la
agresiva y decidida. Para remachar la autoridad obtenida Alegundo les dijo: “¡Que no se vuelva a repetir, a quien
moleste a Domingo, le voy a partir el hocico!”
Los dos bravucones se fueron como los perros cobardes,
con la cola entre las patas. Ese día Domingo estuvo muy feliz, estos tipos lo
molestaban cada vez que iba a la tienda a comprar algo para su mamá.
Ya en la casa, después de hacer la tarea, Alegundo
puso una mano y le dijo a Domingo: “Pégale
con el puño con todas tus fuerzas.” Domingo nunca había pegado a nadie y
soltó un golpe débil. Alegundo le repitió: “Te
dije que con todas tus fuerzas, la mano y tu puño deben ponerse rojas. Haber,
pon tu mano para que veas cómo se hace” Domingo puso la mano y recibió un
golpe que se la puso enrojecida y casi suelta una lagrima. Esta fue la primera
lección de muchas que recibió Domingo.
Aprendió que no se debe mostrar temor, que el primer
golpe siempre debe ser artero y con todas las ganas, si el bravucón está distraído,
mejor, porque los siguientes golpes le van a llover uno tras otro sin que pueda
dar respuesta. Las peleas callejeras no tienen reglas, no es un duelo de
caballeros, patadas, mordidas, pellizcos, llaves de lucha, todo se vale,
perderás, pero el contrincante no se debe ir limpio, aunque pierdas te tendrá
respeto. Vaya si Alegundo sabía de esto. Cuántas veces se la había tenido que
rifar contra rivales más fuertes y de mayor edad. Porque por regla, los
bravucones, eligen a contrincantes aparentemente débiles. Son bravucones, no
tontos. Pero, ante todo, ¡mejor que no haya pleito, si se puede rehuir con
dignidad!
Un día Alegundo y Domingo jugaron fútbol con los
bravucones y se divirtieron mucho, ya en la casa Alegundo le preguntó a Domingo: “¿Ya no te molestan ni agreden y
son tus amigos, por qué? Domingo contestó: “Al más grande, hace ocho días le di un golpe como me enseñaste y mejor
decidió ser mi amigo.” Alegundo soltó la carcajada y dijo: “Le diste un chocolate y eso nunca falla,
probó el cariño de tu mano, bien.”
Fuera de ese incidente Alegundo siguió pensando que
Domingo seguía siendo débil. Nada más alejado de la realidad, la autoestima
obra verdaderos milagros, como se comprobaría en el pleito de Domingo con el
mentado Cabecha. Allí salieron a relucir todas las enseñanzas. No cabía duda
Domingo superó al maestro.
Aunque
Domingo siguió siendo juguetón y amable con todos hasta el último día de
clases, se notaba el respeto que todos le tenían. El acoso y discriminación,
que ahora le llaman Bullyng, está muy ligado a la baja autoestima, en los dos
lados de la contradicción, tanto en la víctima como en el victimario. El victimario
busca afirmar su autoestima no en su crecimiento propio, sino externamente, imponiendo
su ley sobre otros que estúpidamente considera más débiles. La víctima padece
el síndrome de baja autoestima, se siente menos y tiene miedo. Este cóctel psicológico causa mucha violencia en las escuelas.